Ella nunca llegó a saber su nombre.
Cuando la encontraron allí, le pusieron uno. Combinaba bien con su rostro regordete de bebé, en calma, con la inmensa tranquilidad que sólo tienen los inocentes, los que no conocen ni el daño, ni la decepción, ni ningún tipo de maldad. Allí estaba ella, serena, ajena a la mala suerte que la acompañaba desde sus días más tempranos.
Su calma se transformó en pasividad. Cuando creció, no sabía cómo utilizar las palabras. No sabía qué defender, porque no tenía raíces. No sabía por lo que luchar, porque no tenía futuro. Y como no tenía nada que decir, su boca quedó muda. Comenzó a sumergirse en las ideas que no eran suyas. A leer. Devoraba los libros, uno tras otro. Leía todo lo que se encontraba, saboreando una a una esas palabras que ella nunca podría utilizar. Sus días pasaban, y lo único que le parecía interesar era lo que encontraba en las novelas.
Envidiaba a los personajes literarios. Ellos tenían un camino marcado, que sólo debían seguir para encontrar, la mayoría de las veces, un final feliz. Los personajes habían empezado a caminar gracias al autor. Como si fueran sus hijos. Un escritor prepara el lugar perfecto, los nombres perfectos, el camino ideal. Y como hacen los padres con sus criaturas, en un determinado punto el autor deja a los personajes volar. Había un momento en el que ella sentía cómo los personajes ya no pertenecían a su creador; eran unos espíritus que salían de la ficción. Tenían su propia alma. Eran libres. Con un camino por delante que no acababa con las páginas del libro. Sin dueño. Pero en parte, suyos. De ella.
Así siguió durante años, hasta que decidió escribir su propia historia. Cogió una libreta, el bolígrafo y comenzó a escribirse. Eligió un nombre que hablara por ella. Soñó su vida. Salió a la calle y recorrió el camino que nunca había recorrido. Y mientras andaba, se dio cuenta de que ya no estaba allí. Era libre. Y como nunca, suya.